En Magaz de Abajo ha caído todo el fin de semana esa lluvia que gusta a los campesinos porque la tierra la bebe despacio, saboreándola, comprendiendo su calidad. Todavía, de vez en cuando, algún tractor de la vendimia nos obliga a frenar en carretera. Éste lleva la caja vacía (los últimos vendimiadores han acabado ahora su labor, muy retrasada este año), pero no por eso viaja más rápido. Ya no hay prisa. Esos tractores son, en esta época, un signo más de la estación, como la caída de la hoja o la madurez del membrillo, como esta misma lluvia sin aguaceros, las setas o la drástica merma de la cantidad de afanosos peregrinos caminando por los arcenes.
– Mira a ese, señala Raquel con la barbilla.
El hombre da un paso largo, se detiene, da media vuelta como para sorprender a algún perseguidor, gira otra media vuelta y da un nuevo paso. Prosigue su peculiar marcha hasta que lo perdemos de vista. Aparentemente se propone llegar así hasta Santiago. Dicen desde Burgos, unos psicólogos, que hacer el Camino empeora las mentes depresivas, psicóticas o bipolares; además de no sentarle nada bien a la dieta, y menos aún a los enfermos con tratamiento el que sea (que se lo saltan demasiado a menudo, bien por la escasez de farmacias de guardia, bien por creer que la peregrinación resultará curativa en sí misma). Todo esto, claro está, en León lo niegan (a pesar de lo visto). «Apreciaciones sin documentar», ha sentenciado el doctor Velilla. «Aquí no ha habido ningún caso».
– Tampoco había topillos.
– Ni tularemia.
– Ni fuego bacteriano.
– Ni birregionalidad.
El tractor se aparta a la derecha, para tomar un camino de tierra, y Raquel acelera rumbo a Ponferrada («nosotros sí que somos birregionales», dice entre dientes, inclinada hacia el parabrisas).
– Pero no peregrinos. Así que a saltarse la dieta.
Tenemos el encargo de unos botillos (para su hermana), cumplido el cual tomaremos unos vinos, como es de rigor. Servidor se ha acercado al Carrefour a comprar algo de ferretería, veneno para caracoles y palomitas de microondas, y se ha vuelto con un Ilex crenata que languidecía en el habitual estante de ofertas. Le calculo ocho años. Es un árbol difícil, caprichoso, pero muy bello. Hará compañía a otro, más joven, una Serissa Phoetida que se recupera de una mala elección de tierra. En la cola de la caja una chica le dice a su amiga:
– Pues fíjate en mí, que el otro día me levanté a las ocho y eran las nueve.
No me molesto en explicarle la cantidad de gente que conozco a la que le pasa eso mismo. Cuando llego al «Olego» Raquel ya ha pedido un par de vinos, una de rabas y unas sardinitas con pimientos. El vino es un «Pitacum», que ha triunfado esta temporada y que promete para la próxima, como otros de «Mencía», vinos «más elegantes» fruto de esta cosecha accidentada y tardía, corta en cantidad pero esperanzadora como pocas. Lo que no prometen es empezar a pagar mejor a los temporeros, que cobran unos 40 euros por jornada, entre tres o cuatro euros por hora menos de lo que paga La Rioja.
– También aquí, cuando el fuego bacteriano, querían indemnizar cada árbol muerto con la cuarta parte que en León, me recuerda Raquel.
– Lo que en León han negado rotunda y reiteradamente.
– «Aquí no ha habido ningún caso», recitamos a dúo.
La lluvia nos ha mantenido en casa casi todo el tiempo. Leyendo o escribiendo, escuchando música, atendiendo a los bonsáis y viendo alguna película que no vale la pena mencionar. Ha sido agradable, y descansado. El viaje de vuelta, de noche, lo hemos hecho también acompañados por la lluvia, pero más por las fulgurantes láminas y las abiertas agujas de Peter Schat (1935-2003), un poco conocido compositor neerlandés al que me prometo escuchar más detenidamente y, a ser posible, a plena luz del día. He venido con ganas de saborear este curso, sabiendo que el de hoy es ya el regreso definitivo a un trabajo que se adelanta mejor pagado que la vendimia, pero no más fiable. Lo mejor termina, lo bueno empieza. Ya son las nueve.