Todo autoritarismo se fundamenta, antes de ser inevitable, en la necesidad de frenar algún tipo de amenaza interior (de la exterior se valdrá más tarde, una vez afianzado en sus posiciones). Han pasado unas cuantas cosas en Podemos estos últimos días, estos últimos meses y estos últimos años. Siempre pasa algo en Podemos, y siempre hay alguien que parece empeñado en que eso sea un peligro gravísimo para la propia organización o un motivo de escarnio para sus seguidores.
Uno, que ha estado de acuerdo y en desacuerdo casi con todo el mundo y que, como decía Borges, podría estar en desacuerdo consigo mismo si su interlocutor tuviese la paciencia justa, no ve nada bien esa ofensiva de «fieles a» contra «partidarios de». No es una «ofensiva», es opinión declarada e invitación al diálogo.
En realidad, por tanto, uno no ve ahí más que una guerra por posiciones personales que, consciente o inconscientemente, ha utilizado, por una vez, a los medios para manifestarse. Un error.
A uno le convence la pasión de Iglesias cuando no es pueril, y le gusta su visión del partido como un organismo descentralizado, que no copie el mapa del país que en una primera organización ha heredado casi sin advertirlo; pero le cuesta encajar eso en su empecinamiento, de él, en la vieja metodología, tan vieja como que un hombre no pueda defender las ideas de sus compañeros, «descentralizarse» a sí mismo. Un hombre, en efecto, no puede defender otra idea que la suya, salvo que «su idea» sea la de defender la de todos. Por ahí iba el Podemos que a uno le hizo levantar las orejas hace un par de años.
Pero cuando un hombre se pone delante de sus ideas, es decir, se postula como único defensor de las mismas, como garante de la pureza o del método, está haciendo algo en lo que merece la pena pensar: está escondiendo sus ideas tras su prestigio, y eso es un acto de prestidigitación mediante el cual se nos escaquea la discusión ideológica. ¿Deberíamos pensar que se teme a tal discusión?
Naturalmente una discusión puede perderse, siempre se puede perder. Pero para que eso signifique necesariamente ser retirado hay que perder completamente, por decreto, sin imponer ni tolerar variante alguna en la conclusión resultante. También se puede, sin embargo, aceptar el encargo de liderazgo desde la obligada derrota (o, a la postre, victoria) que supone aceptar que, ocasionalmente, el otro lleva razón; nada lo impide, ni ese tan cacareado sentido común del que todos los realistas ingenuos se declaran dependientes lo impide.
Supongamos (sólo es una imagen, no me tomen, por favor, al pie de la letra) que para ganar las elecciones necesitamos a Pablo Iglesias pero sin coleta, y que él, fiel a sus convicciones, se niega a cortársela. Su elección será sin duda un ejemplo moral digno de ser recordado por los futuros moralista si quedase alguno lo bastante prolijo, pero le privaría del lugar en la historia que se merece. La cuestión no dejaría de ser el objeto de una sentencia interna, en cualquier caso; ni siquiera sería en sentido estricto una decisión de los votantes
Mirando al exterior, fuera de Podemos, tenemos que aceptar dos cosas que son a la vez realidades y conclusiones y que no han aparecido de la nada: la izquierda no genera sensación de orden y el pueblo desconfía de la representatividad arrogada.
Errejón, porque ha leído, tiene la cabeza al mismo tiempo dentro y fuera de Podemos. Tiene un plan (Iglesias no, lo que quiere decir que ya ha perdido). Errejón está argumentando la aplicación de un camino teóricamente armado y en la práctica funcional para ponerlo a los pies de un viaje que, presumiblemente, no se separa ni un milímetro del que un Iglesias maduro debería decidirse a emprender. Hay mucha gente en Podemos que sabe eso. ¿Entonces?
Entonces se dirimen cuestiones de importancia menor, desde un punto de vista histórico. La prueba es esa discusión sostenida en falsos axiomas que hemos tenido que soportar estos días. Claro que hay cómo sin quién, lo que no hay es cambio sin cómo.
Lo importante, sabido eso, es lo siguiente: que Podemos no es un partido de izquierdas sino una forma de vencer. Podemos pone la exposición de las reivindicaciones por delante de la angustia ideológica (lo que no significa que carezca de un ideario interpretativo, sino que carece de ansiedad escénica). Podemos quiere cambiar el sistema porque el sistema ya no le hace ningún bien a nadie, porque hace sufrir considerablemente a una gran mayoría y porque impone la desigualdad, no porque sea de izquierdas.
Todos estamos de acuerdo en que para cambiar el sistema ahí fuera hay que cambiar el sistema aquí dentro. ¿Negociar? Negociar es un síntoma de fortaleza, como lo es escuchar, o ser coherente. Desde el principio, Podemos fue anunciado por gente que supo dejar a un lado la focalización doctrinaria en favor de un mandato social clamoroso. A nadie se le pedía colgar las botas, sólo se le pedía ayuda para hacer un mundo mejor. Aquello funcionó, y abandonarlo ahora para volver a las viejas discusiones es, a todas luces, una desfachatez.
Podía haber dicho «irresponsabilidad», pero esa es una palabra que le manda a uno de cabeza a esa discusión de la que necesita zafarse. Definir la izquierda es, en estos momentos, un acto de valentía tan irrelevante como definir la monarquía. Se trata de aplicar la presión necesaria para que el abuso remita.
¡Ojo! No se trata de hacer desaparecer un naipe para hacerlo luego aparecer sobre el mazo a modo de happy end, se trata de modificar el foco, que ya no estaría en la función ideológica de nuestros actos, sino en su capacidad para mejorar la vida de los de abajo y la salud del planeta.
Uno, que usa coleta desde antes de que naciera Pablo Iglesias (es decir: no posee ya una vistosa coleta de joven airado, sino una patética de viejo nostálgico) y es tan de izquierdas que morirá ahogado en su propia bilis, es también un hombre de libros, es decir de pensamientos vivos, y, desde esa posición, no tiene más remedio que defender a Errejón en su esfuerzo por llevar a la gente a su empoderamiento a través de una participación activa y una minimización de los personalismos, pero, sobre todo, a través de una estrategia ganadora que llega desde el futuro, no desde el pasado. En ese sentido, es cierto que el propósito tiene algo (o mucho) de experimento, pero el riesgo a asumir es infinitamente más atractivo que el miedo con el que sus detractores intentan frenar su capacidad performativa. Nadie en Podemos está realmente en contra de esa inercia.
Ustedes preguntarán por qué no lo dijo uno antes (la verdad es que lo hizo); pero admitirán que decirlo hora es igual de difícil, si no más, tras una consulta cuyo resultado, desengañémonos, no cambia lo esencial: que la realidad se mueve, y esa es la realidad; y que el futuro se ganará con el movimiento, no con el posicionamiento.