El sociólogo Juan Bautista Vairoleto, descendiente de bandido, como un servidor, dice, refiriéndose a la gran aceptación popular de los cuentos sobre las correrías de personajes como su abuelo, que «estos relatos nos remontan a valores que ya no están vigentes y que implican nociones de libertad y de compromiso», y que por eso no es raro encontrarse con gente que asegura haber conocido o ayudado al delincuente de marras, o descender de alguien que tuvo el valor de hacerlo, fijando su historia a una mancha elegante, poniéndose en valor aunque sea en el papel de asistente, de retal de leyenda. No es buena genealogía la que carece de bandoleros.
Son sin duda queridos por el común, seres tan próximos a nosotros como fieros ante el poder; son justos equilibristas, y necesarios: Robin Hood y el juez Garzón. Sin pedir más que riesgo y despreciando aquello que nos impide dar un paso en el borde de la justicia, son personajes que iluminan el camino. Significáronse hasta cruzar la raya, se hicieron héroes volviéndonos visibles, haciendo que ser hombre signifique algo más que soportar un palo. Existen al mismo nivel de lo que nos pasa. Y, por lo mismo, los hacemos nuestros.
¿Cuál es el límite de la justicia? ¿A partir de qué delito es mejor no reclamar y actuar privadamente? Lee, servidor, que han declarado a Berlusconi no culpable porque su delito ha prescrito, y propone que no se pueda declarar inocente a nadie cuyo delito haya prescrito sin que previamente se declare culpable. Confianza por confianza. Es muy distinto ser absuelto que no poder ser juzgado. Pero si ahora apareciese ese tipo que armado de un tintero le arruinase su traje, a Berlusconi, sería un héroe popular. Hay delincuentes en cuyo delito habita la reivindicación. Pero la reivindicación no es delito.
El bandolerismo es un fenómeno marginal. Las clases altas tienen sus ladrones de guante blanco y sus detectives al filo de la ley, por no mencionar a los infantiloides héroes americanos, pero no tienen bandidos como Cucaracha, el Lute o Garzón; porque Garzón es un bandido marginal desde el momento en que empieza a remover la escasa tierra que cubre a ciertas víctimas del abuso de poder. No desea engañar a nadie, un servidor, afirmando que el abuso de poder es el delito más cometido y menos penalizado que existe. La prueba es que Berlusconi no ha sido condenado y Garzón sí, y lo es sin entrar en detalles.
Lo que define al bandido es que haga lo que haga, lo hará incorrectamente pero nunca sin causa. Su causa es popular, responde a una necesidad colectiva aunque se disfrace de locura personal. ¿Y su efecto? En realidad su efecto es él mismo: su misma existencia nos recuerda que había una verdad. No se somete a exámenes complicados, el bandido, ni falta que le hace. Y da igual cuantos sabios vengan a decir que el procedimiento exige esto o lo otro. Un héroe popular lo es por lo que significa, nunca por lo que hace (que puede parecernos mejor o peor, que podemos discutir), un héroe popular es la personificación de la libertad y lo que haga o deje de hacer será el resultado de una contradicción de la que no es responsable. Un héroe popular es el que pone en evidencia la injusticia del orden.
Lo marginal es esa parte de la realidad que resulta siempre perjudicada por las estadísticas. Se compone de la gran cantidad de gente que está, en todo, por debajo de la media. Un ejemplo: si la pequeña revuelta estudiantil de Valencia, que tanto y tan justificado revuelo ha armado por culpa de, entre otros, la delegada Paula Sánchez de León, se hubiese producido en Ponferrada (donde puede servidor asegurarles que los estudiantes pasan bastante más frío que en la costa mediterránea, con o sin ola siberiana), seguramente no hubiese tenido ni la misma repercusión ni el mismo desenlace; porque nuestro frío es un frío poco representativo, como un frío provocado dentro de uno inevitable. De hecho puedes morirte y ser un muerto poco representativo si no mueres en un accidente famoso o en una guerra inútil. Aunque el frío en el instituto Álvaro de Mendaña de Ponferrada pudiese servir para hacer ver a los privilegiados y sobreinformados lectores de Madrid, o de Barcelona, que la situación es mucho peor de lo que parece y que no es, ni mucho menos, un problema de la administración valenciana, lo cierto, la verdad, es que no es significativo. Pobre verdad.
Cuando las estadísticas te convierten en población poco representativa tu fuerza ya no puede hacer otra cosa que disminuir hasta volverse lamentablemente anecdótica. Entonces surge el bandido, de esa necesidad, el bandolero, el héroe popular que, quizás en esta nueva era de comunicaciones inmediatas y guaridas inmateriales, adquiera la forma de un anónimo colectivo y singular.
Lo que lleva a un servidor a desconfiar de la eficacia de ayudantes inventados como el tío de la vara, que acaba por distraernos del sentido real con su cruzada contra la zafiedad pequeña, o autoinfligidos como Anonymous, que también nos decepciona un poco con su discutible, por torpemente selectiva, beligerancia. Ambos se quedan en placebo. Está clara su buena intención, pero a los dos se les nota demasiado que no fueron al colegio, que no pasaron frío. ¿Quien es nuestro bandolero? Garzón, los indignados, Wikileaks.
En el gran cuento, en la leyenda de unos hechos que comienzan a trascendernos, hay un archimalvado que probablemente no exista o exista sólo a medias, que es ahora el mercado de las narices, tras el que se acomodan (ya no se esconden) los verdaderos pillos, y un bandolero que muestra el valor que nos falta, la indignación que nos sobra y el honor de los desheredados. El gobierno ya sabe que no es delinquir luchar para salvarse, y también sabe que él ya no es nuestro héroe, y quién es «el enemigo».