Estuvo servidor de viaje hace unos días, en una gran ciudad. Definitivamente le pareció que allí las decisiones sobre el valor de cualquier cosa las tomaban los algoritmos. Ya sabíamos por la litigante filosofía que la realidad terminaría por ser lo que opinen las máquinas, pero ver como en poquísimo tiempo el alma de una comunidad, por antigua que sea, es capaz de perderse hasta la disolución en eso a lo que llamamos «tendencia», nos avejenta de pronto. La tendencia parece ser siempre algo autónomo, que ni provocamos ni podemos evitar y que nos adelanta por la derecha una y otra vez. No es sólo un corte de pelo, o un color o una marca de zapatillas, es (por desgracia, también) la política brutalista, la violencia frente a cualquiera que, sencillamente, incluso humildemente, sabe más que nosotros de la dureza del mundo y de su belleza también; es una moda con ínfulas de derecho inalienable y ademanes de defensor de la ley: una especie de empoderamiento del postureo (una fea palabra que se me antoja hija de algún animal advenedizo y chismoso) que me recuerda que, en realidad, no estoy en una gran ciudad, sino en uno de sus barrios.
Fue esa percepción la que me hizo pensar en mi ciudad como en un bajo de un barrio de un distrito marginal. Siempre he sostenido que aunque le haya gustado siempre (a mi ciudad) jactarse de ser la más corrupta de España (ocasionalmente hermanada con aquella Valencia que algunos tanto echan de menos) en lo que realmente brilla con luz propia es en el ejercicio del cotilleo. No puedo afirmar que la corrupción no adorne más a otras poblaciones, pero puedo afirmar que mi ciudad es la ciudad más cotilla de España después de Oviedo sin temor a ser corregido.
Pero el cotilleo, que es el periódico de los iletrados, tiene tendencia a convertirse en chismorreo y, en época electoral (o sea, siempre), el chismorreo es tendencia.
— Por favor, recórteme la barba cuadrada, como la de la madre del maricón del candidato.
— ¿La que fue puta?
— No, la otra, la que ganó en derby.
Hace nada que un idiota bienintencionado me hizo eso de plantarme la pantallita delante los ojos para mostrarme la captura de alguna comunicación entre dos minúsculas celebridades de la raquítica política de la pequeña capital que nos cobija (a medias). Naturalmente me negué a mirar e incluso aparté el aparato con desagrado, pero no pude evitar leer: «gusano». Así calificaban a un tercero tan digno de prestigio y reputación como, al menos, usted, querido lector, o usted, querida lectora. Probablemente se reían la gracia al tiempo que reafirmaban su penetrante capacidad de juicio.
— ¿Has leído la última novela de Fulánez? ¡Es buenísima!
— Pero… ¿no lo sabes?: la navidad pasada pegó a su madre con un calcetín sudado lleno de arena y lo publicó en Facebook.
No necesito aclarar que la integridad de cada cual, como su cobardía o su generosidad, son tesoros de privacidad intocables, cuarteles a los que sólo la policía judicial tiene acceso (extremada aunque aún no suficientemente restringido). El pequeño Jorge Mario Bergoglio (alguien debería, por cierto, sugerirle a los obispos españoles una visita al especialista en lo que sea lo suyo) se lo recordó al gran Évole en una recientísima entrevista, así que a esa autoridad me agarro. Lo que sí necesito aclararle a mi imperfecta y querida ciudad, en general, y a los aspirantes a su alcaldía, en particular, es que si aparté de mi vista la pantallita de marras no fue con ánimo de censurar una comunicación entre adultos (tontos, pero adultos) sino de detener una infección no solicitada, no contrastada, ilegítima, torticera y, en caso de propagación, irreversible. Dicho de otra forma: la idiotez, el deseo de venganza, el revanchismo de los fracasados, la frustración de los incapaces, el miedo de los inseguros, el discurso del desclasado o la torpeza del amenazado por sus inconsistencias no son, propiamente, nada más que una desviación argumentativa derivada de una incapacidad intelectual; pero la propagación de mensajes ultrajantes, el chismorreo impropio de quien aspira a ejercer cargo público o cátedra respetable, es un delito autolesivo, tan autolesivo como imperdonable, pues señala con marca indeleble la insignificancia ética y la dudosísima fiabilidad de quien nos asegura que nuestra confianza puede dormir tranquila en sus manos. O sea: no sirve absolutamente para nada que no sea ofrecerle al curioso el peor pantallazo de si mismo: el de su falta de ideas, argumentación, enpatía, educación y deportividad.
Por su culpa los unos se enemistan con los otros aún no sirviéndoles absolutamente para nada.
Por su culpa los votantes se quedan en casa aún no sirviéndoles absolutamente para nada.
Por su culpa tiene servidor un vecino que, advirtiendo que la tapia colindante se inclina peligrosamente hacia su propiedad, en lugar de venir a decirlo, lo denuncia ante la siempre disponible justicia con profusión de pantallazos y genuflexiones aún no sirviéndole absolutamente para nada.
Por su culpa una gran cantidad de políticos no sirven absolutamente para nada.
Que el chismorreo (al que uno ha visto acabar con las ilusiones de una generación más de una vez) desacredita a quien lo propaga es la primera norma que ha de seguir un buen político; aunque deba torcerle el brazo a una ciudad entera.
Al «tercero» aludido más arriba, podían haberle llamado asesino. Objetiva y estadisticamente es más fácil acertar con ese insulto que con el otro. Lo que me trae a la cabeza una frase de Faulkner que siempre me gustó (cito de memoria): «si tengo que escoger entre discutir con un asesino o hacerlo con alguien de quien no sé nada, prefiero al asesino, porque no se me dispersa la atención». Consideren que el objetivo del chismorreo es el descrédito, pero sólo en parte. Dispersar la atención es otro de sus objetivos, y a menudo consigue así más beneficios que con el primero.
En la gran ciudad no se notaba, porque es tan extensa en fondo y forma que en sí misma es dispersión y sus habitantes podrían estar chismorreando todo el día sin saber de qué exactamente y sin que ni ellos ni sus víctimas llegasen a sumar una cifra significativa más allá de la buena voluntad del becario a las órdenes del confuso Big Data de sus distraídas parroquias ocupadísimo en detectar ratas, gatos, subsaharianos islamitas u objetos voladores no identificados. Allí la tendencia es recortarse la barba, usar levita o leer a Balmes en cómic. Aquí, en mi ciudad querida, no pasamos el filtro de la globalización y nos quedamos en lo que somos y, en consecuencia, los porcentajes se mueven cum grano salis; así que deberíamos de ser muy cuidadosos a la hora de airear nuestra penosa psicopatía provinciana y nuestra tendencia a apuntarnos a hacer daño con el único objeto de caerle bien a un futuro concejal. Allí quieren poder y se conforman con un poco de cariño, aquí queremos cariño pero nos conformamos con un poco de poder. Cosa que, como en la gran ciudad saben hace ya muchísimo tiempo, no sirven absolutamente para nada que no sea dejar claro, una vez más, que seguimos tan lejos de la eficacia como de merecer atención o respeto. Cambiar lo pequeño siempre nos importa menos que cambiar lo grande y, sin embargo, es cambiar lo pequeño lo que conduce a los grandes cambios.