Aprendí a rezar un Padre Nuestro en el que los cristianos le pedían a Dios que perdonase sus deudas como ellos perdonaban a sus deudores. «Perdónanos nuestras deudas…» etc. Es más que posible, sospecho ahora, que nunca llegase a recitarlo voluntariamente, pero aprenderlo, lo aprendí tan bien que aún me cuesta trabajo acostumbrarme a aquel cambio que, en su día, con la misma naturalidad con la que se modifica un artículo de la constitución o se prescinde de una limitación de mandatos, trocó el verso de marras y su significado por otro sobre la ofensas y el suyo. «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Si hubiese sido un cristiano militante, uno tradicionalista, un abogado fundamentalista o un político constitucionalista, me hubiese opuesto a ese cambio, me hubiese querellado, incluso. No siendo el caso, me limité a expresar un prudente escándalo, aunque no exento de burla, al que los cristianos me respondieron que eso de las deudas era antes, y una cosa de pobres, y que me metiese en mis cosas de comunista y les dejase en paz.
Nunca he sabido respetar la creencia en sí; la propia idea (lo creo, luego no he de probarlo) me parece estúpida; aunque, naturalmente, respeto, individualmente, a los creyentes. Nunca me reiría de un cristiano, pero eso en lo que cree me ha parecido siempre una forma hedonista de evitar el mismo pozo de ignorancia al que el científico se enfrenta sin más coraza que su humildad.
Ahora quisieron juzgar a ese actor, o lo que sea, los cristianos (porque se ha cagado en tal y en cual), y lo hicieron contradiciendo su propia corrección del Padre Nuestro. Así que ya no sólo no perdonan sus deudas (que a saber cuáles son), sino que tampoco perdonan a quienes les ofenden. No les ha salido bien; y, como a ellos, puede que no le salga bien a otros esa cabriola entre «la circunstancia histórica», la presión de clase y «el momento oportuno».
Es el problema de las creencias: no vale la pena establecer una si luego la ambición de poder nos obliga a modificarla ya sea para defender inversiones o privilegios. Para eso es mejor la ciencia; infinitamente mejor.
He conocido gente muy contradictoria, casi loca. Gente cuya lucha contra el cambio climático se centra en construir con su valioso tiempo tambores de cartón reciclado. Gente que se considera agricultor y que culpa a la subida del salario mínimo de los males del campo. He escuchado a políticos defender que el punto de vista de los explotadores es tan respetable como cualquier otro, y a policías cantas Bella Ciao. Lo he visto todo; pero estos mamíferos capaces de encontrar en Gramsci la justificación de su comodidad personal, esta gente que se examina cada mañana y se aprueba a sí misma cada mañana desde un criterio modificado a diario, son una enfermedad verdadera, la postverdad hecha carne, la publicidad que propaga en las almas con más virulencia que el virus en los cuerpos un mensaje adormecedor: el de la autoridad que guía sin memoria, que ni perdona ofensas ni tolera juicios.