Sería febrero de 2017 cuando un senador de Compromís, Carles Mulet, le preguntó al Gobierno si tenía algún protocolo definido ante la eventualidad de un apocalipsis zombi. No debía de ser otra su intención que la de señalar la poca utilidad de las preguntas parlamentarias, pero ha resultado que muy pocos años después carecer de ese protocolo (la respuesta fue literalmente que no, ya que «poco se puede hacer llegado ese momento») va a pasarnos factura.
Mulet podría haber preguntado por una pandemia capaz de colapsar nuestro sistema sanitario, o por una locura juvenil colectiva o electoral colectiva (esta, a ojos del protomártir firmante, más parecida al apocalipsis de marras) y la respuesta hubiese sido la misma: poco se puede hacer…
Quiero ir a parar a que hay cosas que se pueden hacer y cosas que no vale la pena hacer si no se hicieron las primeras. Se pueden prevenir, pero es difícil hasta lo imposible reparar desgracias imprevistas. También se puede homenajear a la victima de la injusticia, pero es difícil hasta lo imposible reparar su inocencia, o se puede (con arrogancia y dificultad) ser apartidista, pero es imposible ser apolítico sin ser un zombi. Por mucho que se haya modernizado eso de la no muerte, sigue siendo una cosa de gente bien sin conciencia de clase.
Quería ir más lejos, en realidad. Quería denunciar esa indolencia que nos hace tan aficionados a tragarnos un gesto, una declaración, una promesa o metáfora sin advertir que la realidad sigue su curso, que no se detiene ante gestos, declaraciones, juramentos o consignas y que su curso deriva, siempre y en virtud de su propia naturaleza entrópica, en un apocalipsis zombi.
Tengo que achacar a una falta de previsión, cuya responsabilidad viene de lejos, ya que ni el deterioro de nuestro sistema sanitario, ni el mal estado de nuestras carreteras, ni la ignorancia de la que alardeamos, ni el envenenamiento del aire que respiramos o del campo que nos alimenta o del agua que bebemos o de la literatura que leemos es responsabilidad exclusiva de un sólo gobierno o partido, que a estas alturas seamos ya casi todos zombis: apocalípticos unos (los más jóvenes y atolondrados) e integrados otros (los más vividos y reposados). Naturalmente estas cosas no le ocurren sólo a los ciudadanos corrientes y molientes («de a pie», se decía en mis tiempos), sino al género humano en su conjunto, incluidos políticos.
Como no hemos previsto la posibilidad de vernos superados por un apocalipsis zombi, tampoco hemos previsto la posibilidad de ser gobernados por uno (y eso que es de cajón que hasta el apocalipsis tendrá sus líderes, atentos a prometer cerebros frescos a unos ciudadanos aterrados ante la falta de generosidad de la gente –una minoría– que aún considera un derecho conservar el suyo).
Si usted es de esas personas insolidarias que aún conservan su cerebro es usted un enemigo de la libertad, sépalo. Porque zombis los hay de tantas clases como clases de apocalipsis pueda usted imaginarse con ese cerebrito suyo y resuyo y tan importante y tal.
— Pero… ¿no eran vampiros?
Lo pregunta Pangur, el gato, que (como Tersites, ya lo saben quienes siguen estas breveces) interviene cuando le da la gana o considera que estoy empezando a meterme en algún charco demasiado profundo para mi altura. Nunca trataría a mi gato como Odiseo Laértida a su aqueo, así que le escucho. Además: suele tener razón.
Aún quedan algunos, sí, pequeños murceguillos oportunistas. Pero no salen en las fotografías, y si lo hacen parecen gente de otra época, lo cual los convierte automáticamente en gente de otra época, en fantasmas del pasado una vez que las redes sociales y la prensa desaforada han elevado la óptica ocasionalista al nivel de única realidad verdadera y ha asumido que hay una diferencia sustancial entre el PP y «el PP de Rajoy«. Algo que también ha contribuido a que la imagen actual de los zombis diste mucho de aquella desaliñada y fea, aunque cinematográficamente obstiada, de «White Zombie» (Victor Halperin, 1932).
Como sea: por no haber previsto que nos pudiesen robar el cerebro con la misma facilidad que la cartera, por preferir la punición a la pedagogía, somos los únicos culpables de que los zombis celebraran otra metáfora muerta inundando las calles de moda de alegres cánticos, banderitas rojigualdas y caro estilismo. Así que menos escándalo y más anticipación, que a veces –mucho cerebro, mucho cerebro– parecemos tontos y no nos damos cuenta de que lo que hacen los zombis, sin saberlo, es vender motos.