Viendo últimamente a los ministros socialistas, a los presidentes de partidos de derechas, a los veteranos de la vida pública y hasta a algún simple aspirante a concejalía lidiar con sus pequeños y no tan pequeños deslices, resulta muy difícil seguir manteniendo la ingenua convicción de que existe el político honesto. Algo le pasa a la política, que corre turbia en vez de hacerlo como lo hacían, tiempo ha, las aguas de la reguera, que sólo por su murmullo sabía uno de ellas.
Quizás siempre corrió turbia, quizás es, en sí misma, un agua infestada de esa bacteria que come cerebros y a la que no se puede uno acercar ni con traje de astronauta.
O quizás, al ser los políticos (en su mayoría) personas, deberíamos preguntarnos si no serán las personas las que no tienen arreglo. Esta es una explicación que gusta a quienes están en política porque el pueblo les parece un conjunto salvaje al que se debe seducir con abalorios antes de orientar con autoridad y corregir con severidad, pero que a servidor le parece uno de esos argumentos de los que conviene escapar sin vacilación y esconderse sin dejar pistas.
Algo le pasa a la política. Algo le pasa a la política que la hace incapaz de sobreponerse al machacón empeño que los batanes de la costumbre, junto a los falsos jabones de la comodidad (y en connivencia ocasional con alguna bacteria lava cerebros debidamente patentada) ponen en hacernos ver el mundo no como es (redondo, coloreado y azaroso) sino como lo quiere (plano, blanco y ordenado).
Algo le pasa a la política cuando, al disponerse servidor a pagar a la empresa que acaba de derribar su casa y volverla a construir, se ve obligado a responder a la pregunta que mejor define nuestra idiosincrasia:
— ¿Con IVA o sin IVA?
Algo le pasa a la política cuando Barack Obama (o cualquier otro) dice «El cambio no vendrá si esperamos a alguna otra persona u otro momento. Nosotros somos lo que hemos estado esperando. Nosotros somos el cambio que buscamos» y luego, sencillamente, no ocurre nada reseñable salvo que la extrema derecha comienza a llenar pabellones deportivos cuando en la época de Obama les sobraba con una rotonda. Algo le pasa a la política cuando los impuestos se viven como una agresión de los ricos a los pobres. Algo le pasa a la política cuando es el consumo el que paga impuestos, y no el beneficio. Algo le pasa a la política cuando el aforamiento se vuelve intocable, la patria intocable, la iglesia intocable, la Constitución intocable, el ejército intocable, la contaminación intocable, los impuestos intocables, el beneficio intocable… y hablamos de la época de Obama o de cualquier otro como si realmente hubiese existido una época Obama libre de esa doble moral que nos permite ahora saludar con una mano a los refugiados y vender armas a Arabia Saudí con la otra.
Al mismo pequeño constructor que le hizo la pregunta de marras se lo encuentra uno, días más tarde, en una reunión de vecinos preocupados por la fragmentación de la izquierda y el avance de la derechona. Habla mucho, y claro; pero no se queda luego a mojarse, como si le tuviese miedo al agua.
La política, si de verdad desea reivindicarse (lo que servidor duda muy seriamente) debería esforzarse como se esfuerza servidor cuando se enfrenta a un problema trascendente y se encierra hasta que lo resuelve, lo piensa y lo repiensa hasta ver la luz (pequeña o grande, cómoda o incómoda) que lo despeja. Y si hay que tirar la casa abajo y volverla a levantar se hace.
Nuestra educación (nuestra casa no solicitada) dejaba muy claro que el consumo es vileza, producto de la débil, pecaminosa y vergonzante condición humana; empero el beneficio o es de Dios o es del César, nunca nuestro. Así que (como si no hubiese ocurrido nada entre el César y Obama) es otra cosa que habrá de derruir y levantar de nuevo.