En el Canto XII de la Odisea, que es ese en el que, tras abandonar el río Océano y someter su embarcación a los vastos caminos del oleaje mediterráneo, enfrenta Ulíses el canto de las Sirenas, se lee lo siguiente: «Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar -en nuestra veloz marcha-, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto…» No ha encontrado servidor, ni en la que cita (de José Luis Calvo) ni en otras ediciones, estimación alguna sobre cuál sea esa distancia a la que «se oye a un hombre gritar»; pero observando que cuando el guardameta Casillas advierte a voces a sus compañeros de equipo lo que sea que la estrategia del juego exija comunicarles, rara vez se molesta en dirigirse a los delanteros, calcula que la frágil embarcación de azul proa del ingenioso Odiseo no debería de estar -en su veloz marcha- a más de un pase largo de la amenazadora costa. Al señor don Alberto Ruiz Gallardón, ya que las Sirenas intentan torcer la voluntad del héroe, este tramo (y siguientes) del poema se le antojará, quizás, una de las primeras descripciones de escrache conocidas. Incluso se imaginará a su presidente atado al negro mástil de un televisor de plasma repartiendo cera para los oídos de su asustada tripulación. Son los peligros de la analogía. A servidor, lo único que le interesa del pasaje de marras es averiguar a qué distancia se oye el grito de un ser humano.
Pero, sabiendo como sabemos lo torpes que somos para la representación mental de magnitudes físicas, quizás no esté de más ver algunos ejemplos. Un campo de fútbol grande, mide 120 metros de largo, algo menos que la plaza Mayor de Madrid, que mide 129 metros. 300 metros es una distancia que permite construir una pirámide como la de Guiza entre los ciudadanos protagonistas de un escrache y el político que lo sufre. Lo permite holgadamente: de hecho sobraría sitio para las camionetas de televisión, las ambulancias del SAMUR, las lecheras de la policía y algunos puestos de hamburguesas, a ambos lados.
El Titanic más una ballena azul son 300 metros, la distancia de la casa de cualquiera de ustedes al mercado son 300 metros, ¿ha probado a gritarle desde ahí a su pareja si las sardinas en lata las quería con tomate o en aceite? Si quisiéramos hacerle un escrache al PSOE en su sede de Ferraz, nos tendríamos que quedar en la calle de la Princesa para estar a 300 metros y, como la intensidad de una onda sonora disminuye en función del cuadrado de la distancia (más rápido no siendo a cielo abierto y en condiciones óptimas) no hace falta ser muy listo para advertir que los 70dB (como mucho) a los que puede llegar el pequeño tumulto quedarían reducidos al rumor de las hojas en la Casa de Campo (rumor que además llegaría con un retraso perceptible). Si algún experto acústico quiere corregirle que lo haga, pero a un servidor le parece que a 300 metros (que son unos cuatro minutos andando) nadie escucharía las protestas.
— Ni las vería.
— Y ojos que no ven…
Como no se puede prohibir protestar bajo amenaza de repartir cera (de momento, que todo se andará) se inventa una norma claramente provocativa argumentando que hacerlo demasiado cerca es de mala educación, incluso si protestas porque te están echando a la calle sin contemplaciones delante de tus hijos (a los que acto seguido te quitarán) por culpa de unas leyes injustas y un torticero sentido de la carga culpable. Gritar es de nazis, según parece, no de cristianos.
— Pues el Salmo 129 empieza diciendo «desde lo hondo a ti grito, señor».
— Pero «el señor», Pangur, está a muchísimo más de 300 metros.
— Mucho más.
— Eso es.
— Eso digo.
— Vale.
— Vale.
— Pangur…
— ¿Qué?
— ¿El grito de los gatos hasta dónde llega?
— Los más eficaces son el «intimidatorio estándar», que tiene un alcance de unos cuatro metros, dura un segundo y medio y asusta hasta a cinco enemigos pequeños, y el de «dar pena», que llega a unos 15 metros y dura un poco más. ¿Y el vuestro?